LABORES DE LA TIERRA.
Procede señalar
que el término municipal estuvo anteriormente dividido en dos
zonas conocidas con el nombre de "añadas" y que cada
año se sembraba una de ellas. A la otra, llamada de barbechos,
se la preparaba mientras tanto para la próxima siembra
aplicándole las labores y cuidados correspondientes. La primera
labor y la más costosa, "barbechar", consistía en
darles la primera arada a las tierras de rastrojos. La segunda
labor, "binar", requería menos esfuerzo y tiempo toda
vez que la tierra no había alcanzado a endurecerse y de que en
este caso se trataba de formar lomos en las tierras fértiles
cuya arada anterior se había realizado a manta. (así creo que
se decía) Cuando las aradas anteriores resultaban insuficientes
y el tiempo disponible lo permitía había fincas que se les
aplicaba una labor más: "terciar". Con estas labores
quedaban dispuestas las parcelas destinadas a la siembra de
trigo, centeno y, ocasionalmente, alguna cebada temprana.
Haciendo honor al viejo refrán que rezaba: "La Virgen de
septiembre, el que tenga trigo que siembre", dicha faena se
realizaba después de la recolección, generalmente en el ya
citado mes y parte del de octubre. La cebada temprana se sembraba
siempre en las tierras de buena calidad; el centeno en las de
peor categoría y el trigo en ambas y en las intermedias. A las
tierras donde se sembraba el "tardío" (cebada y avena)
se les aplicaban dos labores más entre los meses de febrero y
marzo; época en la que muchas fincas estaban encharcadas a tal
punto que la yunta se hundía hasta los corvejones
y más de una vez las abarcas del labrador quedaban enterradas en
el barro. En estos casos la labor se tornaba extremadamente
dificultosa, y el riesgo de que el "barrón" del arado
lastimara a alguna de las bestias estaba siempre latente. Todas
estas aradas se realizaban con los medios primitivos entonces al
uso: la clásica yunta de mulas y el arado común.
Consecuentemente demandaban mucho esfuerzo y resultaban poco
productivas.
La avena, al igual que el centeno, se
sembraba generalmente en las tierras de peor calidad, motivo por
el cual había porciones de las fincas donde el desarrollo del
cereal era tan escaso que la siega del mismo resultaba un trabajo
por demás ímprobo e improductivo. En estos casos dichos
espacios eran destinados para alimento de las caballerías. La
cebada, por el contrario, se sembraba casi siempre en las
parcelas de tierra profunda y buena calidad. Además, estas
últimas se abonaban con los excrementos provenientes del ganado
mular y ovino, acumulado en las cuadras, chiqueros y muladares en
el primero de los casos, y en tainas o parideras en el segundo.
El estiércol de los muladares propiamente dichos se generaba al
aire libre mezclando la paja que sobraba, una vez llenos los
pajares, con los excrementos del ganado mular y porcino y
dándole vueltas de tanto en tanto hasta que alcanzaba el grado
de pudrición correspondiente. El acumulado en las tainas era de
calidad muy superior y no requería tratamiento alguno. En
algunos casos también se abonaban las fincas con productos
químicos. La tarea de dar vuelta al muladar siempre me resultó
por demás incómoda, y no tanto por el esfuerzo que la misma
demandaba, que no era poco, si no por la desagradable sensación
de calor, olor y ahogo que producían las emanaciones
provenientes de la putrefacción. Tanto es así que hoy, cuatro
décadas después, si bien atemperada, recordar aquella labor
aún me produce idéntica sensación. En ambos casos el
estiércol era después trasladado a las fincas a lomo de las
caballerías, cada una provista del correspondiente
"serón". Con la carga que transportaba cada
bestia se formaba un montón y estos se distribuían por la
parcela, siempre a la misma distancia, hasta completar el espacio
ocupado por la misma. El siguiente paso consistía en desparramar
la "basura" (así se la denominaba comúnmente) en
forma pareja por la finca para después proceder a sembrar la
cebada.
Al igual que en otros muchos puntos del término municipal , estas fincas eran en su mayor parte angostas y largas; apropiadas, en consecuencia, para que los labradores se lucieran trazando surcos parejos y "derechos como una vela", sobre todo en las fincas que se hallaban a la vera de los caminos. En estos casos era donde todos se esmeraban por dejar su sello personal en la labor realizada, pero no siempre el resultado estaba en consonancia con los deseos. En rigor de verdad había algunos profesionales cuyas parcelas rezumaban arte por su excelente "bordado"; contemplar la obra era, en mi opinión personal, un regalo para los ojos de todo labrador que se preciara de tal. Como en todos los oficios también en éste existía cierta rivalidad naturalmente sana entre los vecinos de fincas, en su afán de no desentonar con los ocasionales linderos. Con las pertinentes disculpas por si me olvido de alguno de ellos o tergiverso el orden en el que debiera figurar cada cual, voy a dejar constancia de los que, a mi juicio, se destacaban por su buen hacer y profesionalidad: Agustín Alcolea, Jerónimo Hernando, Gregorio Hernando, Valeriano Sebastián, Andrés Hernando, Felipe Sebastián y José Dolado. El éxito logrado en la realización del trabajo dependía a veces del comportamiento observado por la yunta. Si la misma "desgarraba" o alguna de las caballerías se salía constantemente del surco, algo que solía ocurrir cuando el paso de la yunta no era acompasado, difícilmente la tarea fuera realizada a satisfacción del labrador.
Hace ya varios años se llevó a cabo la tan mentada y por aquel entonces discutida Concentración Parcelaria. Como su nombre indica, la misma tenía por finalidad evaluar la cantidad de hectáreas de primera, segunda, tercera cuarta... categoría que conformaban las distintas fincas que cada vecino tenía diseminadas por el término municipal, para después concentrarlas en cuatro cinco parcelas cuya extensión y categoría se correspondiera con las anteriores. El procedimiento estuvo a cargo de una junta de técnicos y vecinos (hombres buenos, podríamos decir) preocupados por realizar la tarea de la forma más equitativa posible. A la luz de la realidad el resultado fue altamente beneficioso para todos por muchas y muy poderosas razones, pero no fueron pocos los que en un principio estuvieron en desacuerdo con el mismo. Dicha postura tenía que ver más con el valor afectivo que con el material y hasta era comprensible habida cuenta que pasaba a otras manos la propiedad de tierras que habían pertenecido a la familia desde tiempos inmemoriales. El descontento estaba tambien relacionado con el extravio de algunas parcelas ubicadas en los "Pasos", que no se incluyeron en la Concentración Parcelaria y fueron adjudicadas posteriormente al erario publico.
LABORES AGRARIAS EN EL VERANO.
A la zona sembrada también había que aplicarle algunos cuidados que a veces resultaban largos y tediosos por sus características. Uno de ellos (la escarda) se llevaba a cabo en los meses de primavera y tenía por finalidad cortar los cardos que habían crecido entre los cereales, para facilitar el corte de las mieses. En esta tarea se usaba la horquilla y el escardillo. Como se desprende de su nombre, la primera venía a ser una especie de vara cuyo extremo inferior, terminado en V, aprisionaba el cardo que después era cortado por el escardillo, otro palo del mismo tenor provisto en su parte inferior de una pequeña chapa en forma de L con filo en los dos extremos más cortos. La labor en sí no demandaba gran esfuerzo, pero era, a mi juicio, una de las más aburridas y desagradables entre las inherentes al oficio de labrador; sobre todo cuando la misma debía realizarse en hazas plagadas de cardos y bajo un sol que pesaba como losa de plomo sobre la humanidad de los escardadores.
La faena de recolección (siega) solía durar más o menos un mes y comenzaba en los últimos días de junio o primeros de julio; su duración dependía de la cantidad de hectáreas que cada vecino tuviera sembradas o de la mano de obra que estuviera dispuesto a emplear, de ser ello necesario. En algunas ocasiones la labor era realizada por el grupo familiar, pero en la mayor parte de los casos se contrataba uno o varios peones por un número determinado de días. Dichos obreros eran en la mayoría de los casos profesionales que habían comenzado su campaña en los campos de Andalucía y Extremadura y la finalizaban en los de Castilla, donde la recolección era más tardía. Con ellos compartí muchas horas de tareas durante varios años y más de un desafío a medir nuestra resistencia y habilidad en el uso de la hoz y la zoqueta, herramientas empleadas entonces por los segadores. Con toda modestia, pero en honor a la verdad, debo señalar que en ninguna de las ocasiones lograron sacarme ventaja.
El lugar donde
se iba a segar se llamaba "tajo" y el mismo estaba
conformado por los segadores, el atador, el acarreador, las
caballerías que se utilizaban para transportar sobre su lomo la
mies a las eras y, finalmente, por el ropero; así llamado al
conjunto de enseres propios de la faena: mantas para resguardarse
de la lluvia y/o granizo en caso de tormenta, hoces y zoquetas de
repuesto, y dos o tres alforjas conteniendo los
botijos y botas con su correspondiente provisión de agua y vino
(frescos solamente recién llegados del pueblo) para
"regar" de tanto en tanto el garguero de quienes
componían el tajo, seco por el calor a veces asfixiante y el
polvo que se desprendía del rastrojo. La cantidad de mies que
cada segador abarcaba con la mano, provista de la correspondiente
zoqueta: un pedazo de madera hueca terminado en
punta curva en el cual el segador introducía los dedos corazón,
anular y meñique para protegerlos del filo de la hoz, se le
decía manada y era depositada en el rastrojo,
siempre en el mismo lugar, hasta formar una gavilla.
Con estas, a su vez, se formaban los "fajos",
(haces) tarea reservada al atador en la que debía procurar que
el peso de los mismos fuera del mismo tenor para que la carga de
los mulos que los transportaban hasta la era se mantuviera
nivelada. Así y todo, rara era la vez que el encargado
(acarreador) de conducir los animales cargados hasta la era,
descargarlos y regresar al "tajo"
presuroso para repetir la operación tantas veces como fuera
posible, no tuviera que recurrir a alguna piedra para enderezar
la carga. Los haces propiamente dichos se hacían en todos los
casos cuando se segaba trigo y centeno; tratándose de avena o
cebada solamente cuando el largo del cereal lo permitía. El
resto se transportaba hasta la era a granel en un aparejo
compuesto de dos elementos llamados "artola" y
"anguera". El primero de ellos se colocaba
sobre la jalma o albarda de la caballeria y en él, a su vez, se
sujetaba el segundo. De este ultimo que pendian dos redes, una a
cada lado de la caballeria, en las cuales se depositaban las
gavillas. Para el transporte de los haces se usaba unicamente la
"artola" provista de dos sogas largas, generalmente de
esparto, cuya misión era sujetar firmemente los 4-5-o 6 fajos
que de acuerdo a su peso o tamaño se cargaban en cada costado
del animal. La jornada comenzaba a la salida de del sol y se
prolongaba hasta después de ponerse. En ese ínterin era de
rigor hacer cuatro comidas: el almuerzo, los bocadillos, la
comida y la merienda. Por la noche se cenaba en la casa. Después
de cena, las cuadrillas de peones solían reunirse en la taberna
o en las calles céntricas del pueblo para comentar los
pormenores de la jornada, tomar algunos tragos y amenizar la
reunión con las canciones típicas de cada región, (sobre todo
el flamenco, cante por el que siento una especial predilección)
en ocasiones magistralmente interpretadas por algún integrante
del grupo. Tampoco faltaban los comentarios acerca del trato que
recibían de los patrones de turno. De estas reuniones, que casi
siempre se prolongaban más de lo aconsejado por las
circunstancias teniendo en cuenta que al día siguiente nuestras
facultades estarían disminuidas para enfrentar la dura y larga
jornada que a todos nos esperaba, solíamos tomar parte algunos
mozos del pueblo; por supuesto, con la desaprobación de los
mayores de la familia, preocupados por las horas que le
robábamos al sueño reparador de nuestras energías.
Una vez concluida la faena de siega, y ya con toda la mies en la era, llegaba el momento de acondicionar o proveerse de los pertrechos inherentes a la labor de trilla. Esta tenía por finalidad triturar la mies para desgranar las espigas. Al igual que en las faenas de arada también en este menester el rol principal estaba a cargo de una o varias yuntas de mulas, con la diferencia de que no se uncían ni tiraban del arado como en la anterior. En la ocasión, y provistas también de las correspondientes colleras para sujetar las "trilladeras" a las que se enganchaba el "trillo" para ser arrastrado por la yunta, ésta debía dar constantemente vueltas por la "parva" hasta que la mies se hallaba convenientemente molida. La yunta era guiada por el "trillador" a través del cabestro de la caballería que iba "adentro" (así se decía). El cabestro de la que iba "afuera" se ataba al cuello de la anterior, viéndose por lo tanto obligada a seguir el paso, y a veces el trote o la carrera marcada por el trillador de acuerdo a las urgencias. El trillo propiamente dicho era una especie de tabla ancha y larga (0,80 x 1,80 m. aproximadamente) que en su parte inferior poseía varias sierras dentadas y gran cantidad de piedras de pedernal con filo. La parte superior era ocupada por el encargado de conducir la yunta por los lugares donde la mies estaba menos trillada y de avivar el paso de las bestias cuando las circunstancias así lo requerían. (Ver fotos de nuestra comarca, correspondientes a la siega, la trilla, el acarreo, las angueras, etc. en este enlace a la web de Radona)
Habida cuenta que el trillo molía solamente la parte superior de la "parva", cada tanto era menester dar vuelta a la misma para que la mies menos trillada saliera a la superficie. Esta labor se realizaba con horcas de madera y era una de las que requería mayor esfuerzo y habilidad, sobre todo cuando la mies estaba en "rama"; es decir, casi entera. Cuando la "parva" ya estaba convenientemente trillada se procedía a recogerla. Para ello se usaba la yunta uncida y la rastra: una tabla larga y ancha provista de esteba en el centro y cuatro sogas, atadas al "barzón" del yugo, para ser arrastrada por la yunta. Esta, salvo raras excepciones, era guiada por una persona cuya misión consistía en procurar que la "parva" quedara lo más amontonada posible. Encima de la rastra, con un pié a cada lado de la esteba, y sujetándose en dos de las sogas ya mencionadas, se colocaba el encargado de que la recogida fuera pareja. En las dos sogas restantes, (una en cada extremo de la rastra) solíamos engancharnos los más pequeños de la familia y algunos no tan pequeños para terminar casi siempre "enterrados" en la parva. Finalmente se usaban las horcas de madera para formar un cono cuyo declive permitiera que el agua, en caso de lluvia, se deslizase por el mismo sin penetrar en su interior.
El próximo paso
consistía en separar el grano de la paja (aventar) siempre y
cuando el viento lo permitiera, habida cuenta que a veces soplaba
con tanta fuerza que se llevaba parte del grano al montón de
paja (el balaguero) y otras lo hacía con tan poca que ambos
volvían a caer juntos, perpendicularmente, al lugar que antes
habían ocupado, resultando el trabajo, por lo tanto,
infructuoso. El último acto de la faena consistía en pasar el
montón de grano por la criba para dejarlo en óptimas
condiciones de limpieza. Finalmente, y valiéndose de una medida
hecha de tablas, llamada media, (dos medias equivalían a una
fanega) se llenaban los sacos que más tarde eran trasladados al
granero a lomo de las caballerías. La faena de carga y descarga
de los sacos estaba generalmente reservada al sexo fuerte. El
volumen de lo recolectado se calculaba en fanegas y el peso de
las mismas era el siguiente: la de trigo, 43,5 kilogramos; la de
centeno, 41; la de cebada, 36 y la de avena, 26. El transporte de
la paja hasta el pajar se realizaba tambien en las
"angueras" ya mencionadas con anterioridad. La paja se
almacenaba después en los pajares para alimentar al ganado mular
y caballar durante el año y a los ovinos en invierno. Para estos
últimos se reservaba generalmente la paja proveniente de la
avena. La faena de horquear la paja en el depósito
correspondiente (el pajar) era siempre un trabajo insalubre y
desagradable no apto para asmáticos, pero en ocasiones
resultaba, en general, poco menos que inaguantable. Y ello
sucedía cuando la única vía de acceso y salida era la
"piquera", hueco de aproximadamente 1 metro X 80 cm a
través del cual se introducía la paja, usando para ello un
elemento llamado "biela".
Veamos como funciona la máquina de aventar, o avelar, que es como la de la foto que precede; que tal vez por distorsión fonética nuestros paisanos de Renales llaman "arvelar"
Con la llegada de la Concentración Parcelaria todos estos quehaceres antaño cotidianos, al igual que los múltiples y variados elementos que su práctica requería, fueron desapareciendo. Ya no hay "mulas pardas" en los barbechos y sementeras, ni sembradores, alforja al hombro, lanzando el grano a boleo en las melgas de seis o doce pasos marcadas previamente; no hay segadores que como entonces pueblen el aire con sus canciones; tampoco hay mies en las eras, ni yuntas, ni trilladores. De todo ello hoy sólo queda el recuerdo, a veces teñido de nostalgia, y algunos enseres arrumbados en algún depósito precario, o al aire libre, como mudos testigos de un pasado que en algunos aspectos no fue mejor que el presente, pero que existió y la historia deberá reflejar en sus páginas para conocimiento y estudio de las futuras generaciones. Si aceptamos la premisa de que la senda por la que inexorablemente ha de transitar cada individuo está de antemano marcada por el Destino, tal vez sea conveniente ignorar hacia donde vamos, en algunos casos, pero malo sería desconocer de donde venimos y sumamente triste olvidarlo
En la actualidad, todas las labores a que hemos hecho referencia se realizan con poderosas y modernas máquinas: tractores, sembradoras y cosechadoras, en tiempo récord y con el mínimo esfuerzo corporal. A estas bondades hay que agregarle el considerable aumento en el volumen de lo recolectado. Consecuentemente, necio e impropio sería no reconocer que habrá un antes y un después de la Concentración Parcelaria teniendo en cuenta los ingentes beneficios que la misma trajo aparejados, pero también sería injusto desestimar la esencia de aquellas otras labores que, en mi opinión personal, tenían un encanto especial y no poco de arte. Tanto es así que al compararlas, y tal vez por aquello de que se valora más lo que más cuesta, me da la sensación de que estas últimas se han deshumanizado.